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Un poeta y trece locos



Prólogo

A Juan Ramón Molina me lo presentó Froylán Turcios en sus Memorias allá por el mes de abril de 1989. Pero en aquel entonces, me interesé poco o nada por el autor de Pesca de Sirenas, La Calavera del Loco, Una muerta y Salutación a los poetas brasileros.

Veintidós años más tarde volví a leer las Memorias de Turcios y esta vez quedé atrapado por la misteriosa personalidad de Molina. Entonces busqué en mi librero una modesta edición de Tierras, Mares y Cielos y caí bajo el embrujo de su poesía. Y me enamoré de él.

Ocurrió que Tierras, Mares y Cielos me despertó el deseo de saber más de ese alocado poeta nacido el 17 de abril de 1875 en Comayagüela, según se cree, porque hasta la fecha el lugar exacto donde vino al mundo sigue siendo un misterio, hay quienes aseguran que fue en Amapala, Valle o en Aguanqueterique, La Paz o sabrá Dios en que otro lugar, sin embargo, los investigadores e historiadores profesionales siguen inmersos en este asunto, el cual saldrá a luz pública cuando menos lo esperemos.

Fue en el museo de la antigua casa presidencial, cerca de ese río al que Molina le compuso un bellísimo poema, y a cuya orilla se sentara a suspirar abatido por la agonía que provocaba en su alma una ciudad triste y pequeña como Tegucigalpa, donde encontré un libro cuya portada tenía la imagen del poeta esculpido en bronce.

Se trata de Juan Ramón Molina: su obra y vida. En él descubrí dos cosas: anécdotas que me acercaron a su personalidad; y a trece locos que, poseídos por la poesía de aquel hombre de mostachos altaneros –como lo definió Luis Andrés Zúñiga -, se dedicaban a la tarea de dar a conocer el legado de quien fue llamado “alma gemela de Rubén Darío”.

Aquellos trece locos, entre los que había una mujer, la periodista Magda Argentina Erazo Galo, se reunían cada sábado en la sede de la Asociación de Prensa de Honduras ubicada en el barrio El Guanacaste de la capital.

Era un grupo disímil integrado por intelectuales a tiempo completo en el que había comunistas, conservadores, ateos, periodistas, artistas… A todos ellos los unía su amor demencial por Juan Ramón Molina. De allí que fueran bautizados como LOS TRECE LOCOS DEL GUANACASTE.

Si yo quería crecer en mi conocimiento moliniano, tenía que contactar a esos locos que habían editado el libro que encontré aquella tarde de verano en el museo. Busqué en la lista y encontré con que varios habían fallecido. Sin embargo, había un nombre que ya conocía: el del periodista, historiador y escritor Mario Hernán Ramírez.

Lo llamé por teléfono y nos pusimos de acuerdo para vernos. Al día siguiente me recibió en su casa, con su poderosa voz –una de las mejores en la historia de la radiodifusión hondureña-, su porte elegante y orgulloso y un conocimiento de todo aquello que tuviera que ver con Juan Ramón Molina que me impresionó.

En su casa vi una fotografía inédita del poeta (la más común es una donde sale con uniforme militar). La que tenía colgada en su cuarto era en blanco y negro, y Molina aparece altivo, con sus ojos claros y sus bigotes espectaculares. La foto la había enviado desde Washington, ciudad donde vive, doña Gloria Cáceres Molina, nieta del poeta.

Durante varias décadas, Mario Hernán Ramírez, Marco Rolando San Martín y Marcial Cerrato Sandoval, los tres sobrevivientes de LOS TRECE LOCOS DEL GUANACASTE han encabezado esta cruzada quijotesca en una lucha desigual en la que empuñan la lanza de la poesía contra los molinos con aspas impulsadas por los vientos de la ignorancia y la indiferencia.

Pero ellos siguen cabalgando con entusiasmo a pesar de todo. Además de la publicación de la obra de Molina, a ellos se debe el monumento del porta lira que está en el parque La Libertad, frente a Bellas Artes, donde yace sentado en una banca, mientras contempla a los borrachitos y prostitutas que pasan a su lado. La obra la esculpió en bronce Mario Zamora Alcántara, un hondureño aclamado a nivel internacional.

LOS LOCOS también dan conferencias, realizan homenajes y visitan las casas de las culturas regalando fotografías y libros de Molina. Todo esto con sus propios recursos, casi sin apoyo, porque en Honduras, lamentablemente, la cultura no atrae votos ni levanta perfiles ni llena estadios. Tampoco está en la agenda de los medios de comunicación, para los cuales es noticia de primera plana un asesinato, pero no la exposición de pintura, una obra de teatro o un concierto de música clásica.  

UN POETA Y TRECE LOCOS es el más reciente esfuerzo de estos incansables promotores de la cultura, cuyos protagonistas son justamente don Mario Hernán y su distinguida esposa doña Elsa.

En esta recopilación hay discursos, estudios y artículos de periódicos que tratan sobre Juan Ramón Molina. Algunos vuelven a la luz después de décadas de estar perdidos en el olvido.

Este baúl de recuerdos está lleno de joyas preciosas. Uno de esos tesoros es una entrevista que el poeta dio el 21 de noviembre de 1906, dos años antes de morir, al doctor Adolfo Zúniga director del Diario de Honduras. Es uno de los escasos artículos en los que Molina habla directamente y no a través de sus versos o escritos.

Cuando lo leí por primera vez, se me escaparon las lágrimas.  Allí estaba mi amado poeta recordando su viaje a Brasil y la nostalgia que sintió al estar lejos de Honduras. Sentí que Molina me estaba hablando directamente, ciento seis años más tarde de la realización de la entrevista.

“Al poner el pie en la sagrada tierra de Honduras sentí que el corazón me palpitaba fuertemente, cosa que no me ha sucedido en ninguna parte. Hoy amo a Honduras mucho más que antes, de tal modo que hasta sus defectos me parecen cualidades”, dijo el poeta en esa publicación.

Es curioso, pues el atraso intelectual del país tuvo mucho que ver en la depresión –abatimiento de alma, desesperación de su alto espíritu-, que lo llevaría a la muerte a la temprana edad de treinta y tres años, pero a pesar de eso él sentía pasión por la tierra que lo vio nacer.

UN POETA Y TRECE LOCOS servirá para rescatar a Molina del olvido, tal y como lo hiciera Froylán Turcios al recopilar buena parte de la obra del llamado Príncipe de la Poesía en Tierras, Mares y Cielos. Es un esfuerzo gigantesco que hay que aplaudir con entusiasmo.

Decía el maestro de Galilea que no solo de pan vive el hombre. Y tenía razón. En este sentido, UN POETA Y TRECE LOCOS es un banquete que alimentará las almas de aquellos que vibran cuando leen un verso.

Tenemos una deuda con Juan Ramón Molina y es tiempo que paguemos. ¿Cómo? Pues hay varias maneras: leyendo su mágica creación, conocer quién fue, qué nos dejó, qué lo hizo feliz, qué lo atormentó. O poner claveles rojos y rosas en su tumba, visitar su monumento y hablarles de él a nuestros hijos. ¡Y exigir que en las escuelas donde van nuestros pequeños les cuenten la historia de este genio!

Soy un aprendiz de Molina. Este prólogo era para intelectuales de la talla de Julio Escoto, Eduardo Bahr, Pompeyo del Valle, José Adán Castelar, Oscar Acosta o tal vez Miguel R. Ortega. No soy experto en literatura y no estoy en capacidad de hacer un análisis académico. Eso sí: su poesía me eleva, hace vibrar mi ser y llena de emociones mi corazón. Me atrapa hasta altas horas de la madrugada, río con las anécdotas de sus locuras, sufro el destino fatal que tuvo su vida y me estremezco cuando leo La Calavera del Loco (mi favorito), La Tegucigalpa de los domingos, El Chele, La niña de la patata, Águilas y Cóndores y Autobiografía.

¿Por qué este prólogo es mío y no de alguien con mayores méritos, como los grandes escritores que mencioné anteriormente? El culpable es don Mario Hernán Ramírez, que una tarde me llamó para notificarme su deseo de encomendarme esta misión. Y acepté encantado.   

Don Mario es un hombre generoso, desprendido, de alma sensitiva y es un amigo que guarda un lugar muy especial en mi corazón. También es mi mentor molinense. Además de esas cualidades, hubo otra razón, posiblemente la de mayor peso, para que me encomendara este prólogo. ¿Cuál es? ¡Que está loco! Y lo culpable de eso es la poesía de Juan Ramón Molina. 

 Oscar Flores López

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