Por
Elsa de Ramírez
Esta es parte de la vida de un
hombre que no conoció la alegría de la Navidad, historia que apareció publicada
en la revista Tegucigalpa en 1934 por el escritor León Aguilera.
“…Era ceñudo, sus barbas se
desparramaban como matorrales y sus ojos eran carbones de odio. Venía aventado
por los temporales anónimos, por las tempestades de la miseria. Nadie sabía de dónde.
Era un vagabundo, A veces trataba de recordar, pero en ese recuerdo nada había
de solemne…
De niño no tuvo padres, y si
los tuvo, fueron fieras que odiaban al fruto de sus contactos febriles y
sudorosos. No era el niño del amor. Se crio en las calles de las aldeas
cultivando las escenas de la ira y de rencor que se guardaban entre si sus
padres. Era un hogar donde la discordia sentaba sus reales de la mañana a la
tarde, donde Dios era ignorado y la oración no salía de la cabaña como una
fragancia. Los sentimientos eran filos embotados de hacha herrumbrosa. El
corazón era una víscera renegrida, destilando pasiones inconfesables. Y el niño
se desarrolló como un árbol espinoso en medio de pedregales.
...Cuando los hogares durante
la Navidad se iluminaban de alegría y el Mago era esperado por centenares de
inocentes y la mañana siguiente de la fiesta del Niño resonaban los júbilos,
que ascendían como globos sobre el pueblo, el hijo del odio se preguntaba
azorado ¿por qué tales alegrías no eran para él? y ¿por qué sus padres no le
prodigaban siquiera aquella mañana una caricia o una palabra dulce? Jamás por
sus manos pasó la maravilla de un juguete, por burdo que fuese. Sus diversiones
desde que tuvo uso de razón fueron los pleitos con los rapazuelos, las pedradas
y el placer de martirizar a los pequeños animales, el encono y la envidia.
…Era Navidad, recibía palos y
pescozadas… Hasta que un día de tantos, cansado, huyó en busca de un porvenir…
Aprendió a medio leer y a
escribir mientras rodaba por pueblos y villorrios, ejerciendo toda clase de
oficios bajos. Pero ese aprendizaje le sirvió para leer libros que cultivaban
los instintos brutales. Repudió más a los hombres al darse cuenta que la dicha
existía en la tierra con solo tener la voluntad de buscarla por los caminos de
la tranquilidad de la conciencia. Pero el huía de su conciencia, porque pronto
la ennegreció con el latrocinio y con toda clase de pequeños crímenes. Tales
crímenes fueron creciendo en calidad. Se iba graduando cada año con mayor éxito
en la Universidad de las maldades…
En los niños se reflejaba el
brillo de la inocencia, las vitrinas animaban pueblos de magia, los juguetes
surgían como al golpe de una varita maravillosa. El hombre que jamás conoció el
hogar ni la Navidad, se detenía asombrado… De niño los rapaces harapientos le
habían contaminado su terrible escepticismo infantil, no había Santa Claus, los
juguetes los ponían los padres de noche a sus hijos, la tal Navidad, tonterías.
Desde niño asesinó a la ilusión, el mito no tuvo para él sus divinos cuentos,
no supo de la leyenda que nos aduerme suavemente, el Dios Niño no le hizo
comprender que todos llevamos un Dios en el alma, la religión no le brindó esa
fe que transporta las montañas…
Los almacenes lujosos y las
damas cubiertas de tibias pieles, los niños perfumados le hacían empuñar las
manos nudosas. Vertía rencor, un rencor íntimo. Se detuvo ante una ventana.
Dentro, cuánta venturanza, que bello el árbol de Navidad cubierto de constelaciones,
de globitos, asentándose sobre aserrín coloreado. Pendían los juguetes, entre
rosarios de manzanillas y colas de gallo… El hombre que ignoró la dicha de ser
niño se sentía sofocar. Sabía que eso era felicidad, que no podría jamás
apreciar ninguna felicidad, porque no había sido jamás niño, sino un viejo
desde sus más tiernos años, porque no le arrulló la ternura maternal, no tuvo
cuidado paterno, no supo de tías cariñosas, ni de abuelas benévolas, todas esas
personas que son las verdaderas Hadas y Magas del cuento para el niño.
…Se detuvo por las afueras a
descansar. Las estrellas le cegaban… Sentía que era el manchón en la alegría de
esa noche. Y anduvo sin rumbo y sin fijarse en el terreno. Parecía ebrio… Se
internó en las malezas y de súbito dio un traspiés. Abajo abría sus fauces un
enorme barranco. Y rodó por la pendiente hasta abrirse el cráneo contra una
piedra calva. La alegría ignoró su muerte. Y cuando al día siguiente se le
descubrió por casualidad, el día se veló: el hombre que no conoció la Navidad,
no tenía la sombra augusta de la muerte sobre su rostro, porque su faz era la
del odio, el odio que hace retroceder asustadas a las conciencias. Era el odio
a Dios, al Hombre y a las Cosas”.
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